Oscar
Fue el otro día en el Garufa cuando me vino el fogonazo, el pellizco a la memoria, al disfrutar de un show bonito, marcado a fuego por la personalidad de un batería con duende. Y es que era Óscar, Óscar Quintáns a la batería, y si llevo años esquivando dedicarle un artículo aquí es solo por el temor a no saber pintar el cuadro que merece. Hoy, entre la justicia y la bohemia, sea.
Nos unió la música, la poesía, y su bar, el Ópera Prima, abierto en La Coruña al rondar el 2000, insignia de una generación que lo convirtió pronto en club de moda, sala de estudio, discoteca de primera hora, confesionario de última hora, Tinder presencial, abrevadero etílico, escenario sin escenario, y claustro de conspiración. En su trastienda dio sus primeros saltitos, entre cervezas, Popes80.com, y juntos formamos allí Los Elegidos, grupo pop de fiestas y versiones con el que nos divertimos varios años Mirando al suelo para tocar el cielo.
La noche en que decidimos hacer un grupo para dar un concierto quince días después, Óscar ya tenía dentro el veneno de aprender a tocar la batería. Yo ensayaba colgando el micro de una lámpara al cerrar el bar, porque aún no teníamos pies de micro. Durante esas dos semanas podías sorprenderlo a cualquier hora solitaria del día ensayando ritmos con una bandeja volteada. Para los primeros conciertos logró hacerse con una batería de retales, al tiempo que aprendía a tocarla contrarreloj, con los rudimentos del autodidacta, pero la pasión de alguien iluminado por una fuerza superior. Ahora lo pienso y creo que Óscar era entonces John Belushi cuando ve la luz y queda poseído por la euforia divina en el pasillo central de la iglesia, en The Blues Brothers.
Los Elegidos seguimos tocando y soñando, y sobre todo riéndonos, y consolidamos una banda, al tiempo que Óscar consolidó una primera batería que poco después sustituiría por una nueva, alternando nuestros escasos ensayos con –ahora sí- constantes clases de música; tal vez era el alumno de mayor edad, pero lo que es seguro es que era el más poseído por el amor al compás y las baquetas, y así me lo confesó en aquellos días el que entonces era su profesor. Ya era Óscar una de las personas más perfeccionistas que he conocido para lo artístico, un poema suyo podría tardar meses en estar perfilado y culminado, pero al tiempo era capaz de sosegar la perfección si lo que estaba en juego era una buena juerga esa noche.
Competíamos solo en entusiasmo por la música y por los planes que hacíamos para Los Elegidos, pero obviamente no siempre íbamos en sintonía emocional. Célebre fue aquella primera actuación nuestra en Madrid, rodeada de grupos resucitados de los 80, compartiendo fiesta y escenario con muchos de los que admirábamos, cuando en un corrillo uno de los artistas tanteaba a Óscar con la posibilidad de invitarnos a tocar con ellos en otro lugar. Al ver a mi batería y amigo asintiendo, esperaba en su réplica que blandiera un caché exigente, sembrara la duda preceptiva a esas horas, o cualquier otra cosa; pero sea por las copas o la emoción, todo lo que ofreció nuestro héroe fue un tartamudeo: “yo, por un… por un…” –personalmente esperaba “por un… millón de pesetas” o algo parecido-, hasta que al fin se le soltó la lengua, como a los apóstoles tras la visita del Espíritu Santo, y exclamó: “¡yo, por un bocadillo de calamares voy a donde haga falta!”. Como dicen los cursis: esos son los momentos que te llevas en la vida.
Seguía aún abierto el bar, y teníamos mil ideas y sueños en la cabeza, pero da igual, en la de Óscar el flechazo con su instrumento –en todo momento me refiero a la batería- había sido definitivo; me atrevo a decir que ya era su única apuesta para cuando llegase la hora de bajar la persiana del garito, que llegaría más tarde.
Finó nuestro grupo, cerró el bar, se perdieron los de antes y otros cambiaron como en la canción de Celtas Cortos, mudé de ciudad, volamos lejos de donde nacieron nuestras ilusiones, y no perdimos el contacto, ni los buenos deseos mutuos, pero sí la comunicación diaria. Yo me sumergí en las letras, los periódicos, las teles, y los libros, y Óscar redobló la apuesta por dedicarse a la música, dando pasos de gigante de un proyecto a otro, entregándose con igual entusiasmo a cualquier ensueño ajeno, ora la gira de una orquesta, ora el disco de un amigo, ora una jam. Y lo consiguió, como en la canción de Los Flechazos, lo consiguió. Ser baterista, ser uno de los mejores DJs de la costa noroeste, y poner la mejor música, en vivo o no, a cualquier evento con su agencia.
La otra noche, viéndolo con uno de sus grupos, Sabinaria, presidir una banda de eruditos, midiendo con sus manos la sutileza de cada una de las versiones preciosistas de Sabina, haciéndolas nuevas y viejas a la vez, levantando pasiones en cada pequeño arreglo, reconocí al amigo triunfante, pero también me invadió el orgullo de haber sido testigo privilegiado de una de las más grandes satisfacciones: encontrar una vocación tardía y luchar por ella. Otros quisieron hacerse ricos, besar las mieles de la fama, engrosar los músculos que hacen menguar el cerebro, dirigir los destinos de la nación, o tener más novias que un moro. Otros quisieron tenerlo todo, quizá, y, después, no fueron capaces de sonreír. Mi amigo aspiraba a lo que aspira hoy: ser cada día mejor batería que ayer. Y sonreír.
Y yo, esa noche, no sentí solo la alegría de ver la excelencia del amigo que lo borda en lo suyo, sino también el vértigo de una gran lección de vida, haberlo visto soñar veinte años atrás aporreando ritmos en la bandeja del bar, y verlo hoy hacer belleza de arte y ensayo en cada nota, con una manera de tocar tan personal, un entusiasmo, y un prestigio que ya quisiéramos otros para nuestros propios quehaceres.