The night without Chanel
Tiene un gato más grande que su chico, que viste una enorme camiseta de baloncesto pero le queda corta. Los veo ignorarse por la ventana, como dos eslabones oxidados. Ella acaricia al gato con uñas de Rosalía, rueda su pulgar por el móvil, y descansa de reojo en el televisor. Él mientras hace pesas, una suerte de homenaje vintage a la fiesta de las hormonas de los 90; pensaba que ya no se fabricaban. Mi roncito danza en la copa en una mano, en la otra hago girar el test de las dos rayitas: se me hace raro ser positivo en algo. El tiempo que nos ha tocado, supongo. La suya es solo una de las ventanitas que como un Trece rue del percebe brillan en esta noche extraña desde mi salón. Pero hay en la imagen una soledad áspera, un clavel ennegrecido que imagino en su mirada. Desde mi atalaya, el más humano parece el gato. Que además, ella no lo sabe, pero eso es un tigre. Qué bicho tan enorme.
Rectángulos amarillos. Todas las ventanitas del edificio de enfrente muestran casas diminutas y teles del tamaño de un portaaviones. No sé si será un patrón, pero algo hay escrito ahí sobre nuestra prosperidad. Da igual. Están todos viendo Eurovisión. Creo que apoyo a esa chica desde el mutismo. Aquí la fiesta pinta de otro color, cobrizo, envejecido, pero con belleza, con nobleza. Hay gente que vive con libros por leer. Yo vivo con discos por escuchar. Y eran dos. La esquina de Rowland. Los Hombres G. Vampiro. Rubén Pozo. Y confieso que no sé qué he estado haciendo hasta ahora, en vez de navegarlos como un aventurero hambriento de felicidad, con la calma que merecen.
«¿Vas a decirme sin nos vemos?». Canta Rubén. Y te abre en canal la expectativa. Y entonces David Summers, No eres nadie: “Tu no eres nadie / hasta que no te quiere alguien / no sabes quién eres / si no lo das todo de ti”. Estallan los relámpagos en el cosmos Noroeste. Tantas horas de calor en esta costa traían su factura bajo el brazo, no mentían las nubes negras que me asustaron a la hora de la siesta. Mejor no me digas nada. Una lluvia finísima y este ambiente cargado, huele como ese pasillo de metro de la canción. Y, si acaso está la noche enlutada, de volver a los días del chapapote, de reescribir sin escribir, de envenenarse en la entretela de la absenta, te canta también así en Gente: “No te juzgues duramente, es humano el error, es lo que tiene ser gente, y no un robot”.
La pena es un gotero. El hastío es un torrente. Pero la música, a veces, te escucha a ti, y ya no necesitas pelearte con fantasmas de cualquier madrugada de bochorno primaveral. Solo un trago y la canción. Mañana es lunes, canta Rubén. “Si te vas pierdo el calor”. Miro al móvil. Miro atrás, a los viejos libros del salón. Es como abrir cualquier caja de fotografías de 1999. Y un acorde me empuja al calendario de hoy. David Summers: “voy a rezar / desde este túnel sin salida / que es mi corazón / voy a rezar por ti / por nuestra salvación”. Sé a quién cantárselo. Pero se me olvida su nombre a veces, cuando revienta el silencio el swing metálico de Se me sale el corazón.
Como siguiendo el ritmo eléctrico, otro fogonazo, un estertor de luz, en el horizonte. Alguien ahora habrá hecho otra fotografía única con el faro romano delante y la luciérnaga ecléctica detrás. Pero aquí, un apagón. Se ha ido a dormir la chica del gato gigante. La última ventana de un sábado noche que es muy poco sábado y es muy noche. Sin luz en las calles, después de todo, este salón se me ha vuelto también La esquina de Rowland. Ya llueve fuera, tan poco, que me escribe un amigo para hablar de la llovizna; que palabra tan preciosa y que vacía se exhibe escrita. Llovizna. Me parece una vulgaridad. Subo el volumen.
Quiero despedir algún libro como Rubén Pozo despide su disco: “no pude cambiar el mundo / la intención era buena / pero así es el fútbol”. Me da la risa al ver la sombra del gato más grande de la ciudad; no duerme, eso nos une. Tal vez era pequeño y simpático antes de comerse a Gardfield. O se ha contagiado del tedio de la pareja y se ha dado al Whiskas para olvidar. Que no me río de la desdicha ajena, verás, sino de que la vida casi siempre es un espejo de lo que murmura tu alma. Como en Escorzo de Rubén Pozo: “la vez que fui un mamón / arrastrando esas piedras voy”. Del verso solo me escama el singular, si no, me lo vestiría esta misma noche para no salir.
Ya las burbujas del ron me enseñan las fotografías de cuando éramos más delgados, y llevábamos una guitarra colgada a todas horas. Como un lunático buscando agujeros negros en el vaso. Como David Summers al entonar lo que, supongo, cargo en estas canas: “con poco que perder, con la cerveza en la mano / como antes de ayer”. Yo también me quedo, tal vez me hiero, en la esquina de Rowland esta noche, alzado el altar del sonido en la penumbra de mi salón, con Pozo y los Hombres G poniendo las palabras a lo que, a veces -en casa del herrero, ya sabes- no sé decir. Tanto que agradecerles.