And Celtas Cortos kissed the fire of the sea
Romero, hinojo, xesta, hierba luisa, helecho, y malva. Agua de San Juan, fogatas, brasas y sardinas. Queimada, abrazos, y Estrella Galicia. Arena, sal, mar, y la bahía de los mil luceros, bendecida por los fogonazos del faro, al calor de una noche casi tropical, para llevarnos a los días de niñez, al tiempo de las ilusiones. 150.000 mil almas, cuatro generaciones, y el reencuentro con una banda muy querida en La Coruña, nuestros Celtas Cortos. 17 años llevaba sin verlos actuar. No volverá a ocurrir. Qué dos horas de juerga y emociones. Qué manera tan buena de hacer que el tiempo solo pase para la experiencia, para ensanchar el talento sin perder ni un poco de frescura. No nos mentían en Hay que volver: “nos ha sentado tan bien”.
No sé si a ti te pasa, pero hay unos pocos conciertos que necesito ver a solas. El de ayer era uno de ellos. Sentirlos a cada minuto. Reencontrarme con lo fuimos, hacer balance de daños y victorias, hablarle al niño que aprendió a llorar la ausencia de un corazón con los acordes de melancolía infinita de Lluvia en soledad; hace ya tanto que ni me acuerdo de ella. Y así, junto a la valla, escorado a la banda, como un Vinicius enfocando la portería de Cifu, con el cubata festivalero entre las manos, cerré esos casi veinte años de orfandad emocional volviendo al grupo que allá por los 90 nos mordió el alma, y fue para siempre.
El comienzo tronó así: “y nos quedamos sin hablar / en un silencio envenenado”. Una de esas canciones que te recuerdan que a veces la mano adecuada sobre tu mano te puede colorear un mundo que se te había vuelto en blanco y negro. Una de tantas muestras del genio de Cifu para contarte y cantarte lo que te pasa y no sabes explicar. Y la primera sorpresa, el sonido. Esa esquina de la ciudad es difícil de sonorizar, siempre da problemas. No sé si la ausencia de viento, la temperatura, el buen hacer de los técnicos, o la mágica profesionalidad de los Celtas Cortos, pero el sonido era maravilloso, incluso muy lejos del lugar del concierto.
La lluvia de canciones de un repertorio seleccionado con audacia y generosidad. El emigrante, por ejemplo,me lanzó a 1996. A los quince años. Las clases de Lengua y Literatura, de Latín, o de Inglés, en donde Juan y yo nos intercambiábamos papeles con trozos de letras de canciones. Yo, de Los Secretos, de Celtas Cortos, de Los Limones, o de Revólver. Él, de Platero, de Calamaro, de Mikel Erentxun, o de Manolo García. A mí me había ganado Cálida trinchera y los dos nos partíamos de risa con Skaparate nacional; ayer al escucharla tantos años después, pese a no ser una letra emocional sino un ska golfo, me dio un pellizco un corazón.
Tras diecisiete años, encontré a los Celtas Cortos en su mejor momento. Aquel concierto veraniego del pasado, lo recuerdo repleto de nervio y rock, pero el de anoche, temple y cachondeo a su tiempo, no fue menos divertido, y nos fue arrastrando despacio, como la marea, por las sendas de la nostalgia, de las emociones, de los sueños, y del baile. La magia de su música, anoche, nos hizo mejores. Pensaba que al final, si haces las cosas bien, recoges lo que siembras, y lo que nuestros vallisoletanos más queridos han sembrado durante décadas es talento, trabajo y amor a la música. Y honradez. No hay impostura ni en su actitud musical, ni en su forma de presentar cada canción, ni en su manera de ver el mundo. Solo un corazón latiendo al ritmo de las cosas que le duelen, en el alma y en el mundo, y una sonrisa, riendo al ritmo de la danza del humor.
Fue emocionante verlos en casa después de tantos años, y comprobar que, quizá no dan tantos botes en el escenario, pero se sigue palpando alrededor de cada uno de ellos esa magia que se crea entre el músico y el instrumento, algo que les ocurre a los siete, que es muy particular de los Celtas, como si mantuvieran un diálogo secreto durante cada actuación, con su guitarra, con su violín, con su bajo. Y más emocionante fue ver a Cifu mejor que nunca, con la voz inconfundible e impecable que marcó a mi generación, con la actitud del que ha venido a regalar talento y amor, con toda la energía positiva, y con toda la melancolía en los momentos en los que, inevitablemente, hay que sentir; no hace falta que diga que lo ocurrido anoche –una vez más, y van miles- en La Coruña con La senda del tiempo será inolvidable para todos los que tuvimos la suerte de vivirlo. Con móvil grabando o sin él; yo lo saqué instintivamente al primer acorde, para enviarte un video, y al instante lo guardé, preferí sentirlo que grabarlo). La senda… Hacía mucho tiempo que no veía tantos ojos brillantes entre el público, tantos compañeros de generación tratando de contener el río de la melancolía, porque hubo una vez, una primera vez, en que nos hicimos viejos sin arrugas en la frente, y salíamos de colegio bajo un manto de lluvia y oscuridad, y en el autobús, con la carrera de gotas buscando rutas imposibles por los ventanales, sonaba La senda del tiempo. Era ya, creo, 1998 y fue un buen año, aunque estábamos a punto de despedirnos de los amigos del colegio y ni siquiera nos imaginábamos que los miraríamos de reojo entre el público 24 años después (¿se acordará de mi?), gritándonos con los “ojos brillantitos”, como Joselito, lo de “y los que hay… han cambiado”.
Se fue la noche de luciérnagas amarillas, se lavaron la cara las niñas bonitas con el agua de San Juan, y partió en un silencio envenado el autocar de Celtas Cortos a otro concierto, a desmentir por la vía de los hechos aquella preciosa canción en la que nos contaban que “cada noche es lo mismo de ayer, lo mismo de hoy”. No sé cómo sería entonces, ahora sabemos que cada noche con ellos es diferente.
Es una suerte y un orgullo para la cultura española tener una banda como Celtas Cortos. Que Dios nos permita el consuelo de que vengan mil discos, mil historias, y mil conciertos más de nuestros cuentacuentos favoritos. Que hacen que el mundo sea un lugar mejor, que las penas pasen sin arañar demasiado, que nos embellecen las cosas del vivir.