A memory of Joaquin
Hay veces. Algunas veces. Muy pocas veces. Que estás ahí y ellos están allí. Y algo te hace temblar. Soy de esos idiotas que aún creen en esa sensación. Es de luz caída, la sala, como anochecida. Una cueva de penumbra con tímidos reflejos dorados. Así, el escenario concentra todo el brillo. Preside. Y bajo los focos, el bombín colgado, una memoria de Joaquín. Un respeto al maestro, que duerme al otro lado de esta oscuridad, a muchas millas, sin la ocasión de alegrarse por su homenaje. Qué atrevido sumarse a la legión de los que tributan a Sabina, pensé. Y qué atrevido hacerlo de tal forma que a todos los imitadores han dejado en asunto menor. Desde los primeros compases, con Lo niego todo, comprendí que no había venido a un concierto de versiones, sino a un concierto de canciones.
Poco antes, con el escenario aún vacío, el eco de la voz de Pancho Varona recuerda al respetable que al maestro no le excitan los imitadores, sino los que se atreven a sacar a pasear los temas, hasta donde deban llegar, allá donde el respeto al autor se junta con el ingenio ajeno. Y es ahí, en ese inhóspito lugar, donde los chicos de Sabinaria llevaron las canciones de Joaquín, hará unas semanas en el Garufa, en La Coruña.
Supongo que en esta ciudad del mar tenemos muchas voces femeninas, sublimes, la mayoría. Pero luego tenemos la voz. La que arrolla, la que deja huella, la que hace que las canciones desfilen por su camino y no ella por la senda de los temas. Es Julietta Barro, por supuesto. Y como debía ser mi noche de suerte, aquel Sabinaria escondía la primera sorpresa en la voz, en la emoción de poder escuchar las canciones del maestro en la personalidad de Julietta, que las fue haciendo suyas sin arrancárselas a Joaquín del alma, en un equilibrio imposible que solo se explica por la suma del carismas del autor y el de la intérprete.
Yo me había arrastrado hasta el Garufa porque tenía ganas de ver a Óscar Quintáns, mi gran amigo y batería de mis lejanos Elegidos, grupúsculo de borrachera y amor al pop en los años etílicos de la adolescencia tardía, que es la más divertida de todas. Nos gusta juntarnos de tarde en tarde y alzar la memoria de los buenos tiempos, mintiendo, como si los de ahora fueran malos en comparación. Supongo que cada día tiene su afán y cada año que te cae encima su contrapartida melancólica. Pero yo había ido aquella noche también porque me intrigaba cómo plantearían los temas de Sabina. Lo que se desperezó temas tras tema no fue una conjunción de felices casualidades, sino una banda extraordinaria, con un repertorio atinado –no es asunto menor, entre los cientos de éxitos de Sabina- y con el lujo de asistir a la actuación sobre un mismo escenario de Óscar, que es puro amor al oficio y cultura musical, y a Julietta.
Allá por la mitad de la actuación, maldije el reloj por haberme traicionado con su histeria arrebatándome la lentitud del disfrute. Hay veces que te quieres quedar a vivir en un concierto. Y si me apuras, en una canción. Pero no era noche de lamentos sino de festejos por las pocas veces que un grupo de músicos, reunidos en torno a un repertorio ajeno, logran transmitir tanta emoción, aupada por supuesto en esos versos y esas historias de perdedores y de canallas, de bohemios y putones, que solo sabe idear Sabina.
Aquello terminó, aunque el público bien habría arrojado las sillas contra el escenario si con eso pudieran sacarle algunos bises más. Pero al final llegó el final, como canta el homenajeado, y se fueron evaporando en el recuerdo las princesas, los abriles, las calles Melancolía, los piratas cojos, y los peces de ciudad. Y tengo para mí que los asistentes, que llenamos la sala hasta el tiempo de descuento, nos fuimos a casa con esa sonrisa idiota de complicidad de quién ha recibido en secreto, en esta esquina de la España de Joaquín, una suerte de conocimiento superior. Fue en el Garufa. Sí. Donde recibimos el despertar de una memoria de Joaquín, pero de un Joaquín que cada día es un poco más eterno y más de todos, gracias también a estos músicos que tratan su repertorio con el cariño que solo sabemos poner en las cosas que realmente apreciamos.