«¡Apaga ese trasto!»: cómo el ruido envenenó nuestras vidas (y cerebros)
Cada vez que el rugido de un martillo hidráulico llega a tus oídos, tu cerebro activa una reacción primitiva de alerta, muy útil a los primeros pobladores de la tierra para evitar ser mordisqueados por cualquier animal gigante hambriento. La amígdala, esa pequeña estructura en forma de almendra encargada de procesar el miedo, envía una señal de emergencia al hipotálamo, que a su vez ordena a las glándulas suprarrenales liberar cortisol y adrenalina. Gracias a toda esa reacción en cadena estamos aquí hoy. Pero mientras que nuestros ancestros podían huir del peligro o hacerle frente, si tenían ganas de más adrenalina, nosotros solo podemos apretar los dientes mientras la maquinaria moderna convierte la calle en un campo de batalla acústico. Este estado de hipervigilancia no se disipa cuando el ruido cesa: el estrés acumulado sigue ahí, afectando el sueño, la presión arterial y la capacidad de concentración.
Cada bocinazo, cada taladro a las ocho de la mañana, cada vecino con vocación de DJ de after pero sin talento, es una bala más en el revólver con el que la civilización juega a la ruleta rusa contra su propia cordura. Quizá pienses que esto es exagerado, que la vida moderna implica cierto nivel de caos auditivo, que no podemos vivir en una catedral benedictina en la que el único sonido sea el murmullo de un monje quitándole el polvo a un misal del siglo XII. Pero el ruido no es solo molesto, incluso irritante, es dañino. La culpa es de nuestro cerebro, que es una criatura obsesiva. No le gusta ignorar las cosas.
Quizá pienses que al dormir tu maquinaria de alerta se apaga. Pero nuestra evolución muestra lo contrario: precisamente hemos sobrevivido hasta aquí, entre otras razones, porque nuestros más lejanos antepasados se despertaban al percibir el temblor en la tierra de la cercanía de un elefante borracho, de esos que no miran por dónde coño pisan. Así que cuando duermes, tu coco sigue analizando cada sonido, intentando discernir si es irrelevante para tu supervivencia o se trata del último single del pesado de Myke Towers.
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Tu cerebro procesa el ruido mientras duermes
Un estudio publicado en The Journal of Neuroscience demostró que la actividad cerebral reacciona incluso a ruidos leves mientras dormimos, afectando la calidad del descanso y potenciando el estrés. La razón también la encontramos en nuestro instinto de salvar el pellejo: no solo hay que evitar que un elefante te aplaste mientras duermes, también debes evitar que te pique una hormiga bala, que era el insecto más temido en los tiempos de las cavernas, por la intensidad del dolor de su picadura, a veces letal.
Por otra parte, quizá eres de los que presumes de que a ti no te despierta ni un holocausto nuclear. No tan deprisa. No es solo que nos incorporemos de golpe en la cama cuando el vecino arrastra los muebles a las tres de la mañana como si estuviera remodelando el Coliseo romano, es que incluso si no despertamos del todo, nuestro cerebro sigue en alerta, algo en nosotros no está descansando del todo.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que la exposición prolongada a niveles de ruido superiores a 55 decibelios puede causar estrés crónico, enfermedades cardiovasculares y hasta diabetes tipo 2. ¿El ruido nos está engordando? Lo dice la OMS, pero eso no sé si una garantía. Si fuera cierto, cuando el perro del cliente de al lado ladra con todo su potencial, a pleno pulmón, a medio metro de nuestro oído, no solo nos está torturando psicológicamente, también está haciéndonos más propensos a desarrollar resistencia a la insulina. Por supuesto, no podemos culpar al perro. Pero podemos sí podemos señalar a la cultura de tolerancia total al ruido en la que estamos sumergidos. Y al dueño, por no lanzarle una pelotita para que se entretenga en vez de usar la cafetería como su estudio de grabación personal.
No por casualidad, el ruido ha sido empleado como herramienta de guerra. El ejército de Estados Unidos, en su inagotable creatividad para encontrar nuevas formas de quebrar la psique humana, ha utilizado música a volúmenes infernales para torturar prisioneros en Guantánamo. Canciones como Barney & Friends repetidas en bucle hasta el borde de la locura. También Metallica, Rage Against the Machine y cosas así; tal vez porque todavía no han descubierto a Quevedo. Sea como sea, funciona.
En España, donde la vida nocturna es un deporte de alto riesgo, el ruido es prácticamente un derecho constitucional. Nos gusta así. Madrid y Barcelona están entre las ciudades más ruidosas de Europa, y no es solo por el tráfico o las obras públicas que aparecen de la nada y duran siglos, sino porque el español promedio considera el silencio una amenaza existencial. Un estudio del Instituto de Salud Carlos III reveló que más de nueve millones de españoles están expuestos a niveles de ruido superiores a los recomendados por la OMS. Y si hay un sitio donde esto alcanza su cénit, es en las terrazas de los bares, donde el volumen de una conversación grupal asciende como una onda expansiva hasta niveles que desafían la física del sonido.
Cuando un ruido molesto justifica un asesinato
La mayor parte de la personas toleramos bien el estrés acústico. Es más, si somos los causantes, lo disfrutamos. En un estadio, nadie disfruta más el sonido del bombo que el tipo que lo está golpeando con toda su alma. Pero no todo el mundo sufre el ruido de la misma manera. Existe una condición llamada hiperacusia, que convierte la vida cotidiana en la ciudad en una auténtica tortura. Para quienes la padecen, sonidos que para el resto de la humanidad son insignificantes —el tecleo de un ordenador, el chasquido de una tapa de bolígrafo, el asqueroso masticar de un chicle— se convierten en cuchillos atravesando su cerebro.
Dentro de la amalgama patológica vinculada al ruido hay cosas sorprendentes que podrían explicar tu mal carácter. Una de ellas es la misofonía, un fenómeno que hace que ciertas personas al percibir determinados sonidos enloquecen, dando lugar a reacciones emocionales desproporcionados, como el deseo incontrolable de golpear a alguien por sorber la sopa demasiado fuerte. No es solo una manía: es una condición real que provoca ataques de ansiedad y rabia. Y, considerando la cantidad de gente que sorbe ruidosamente en los bares de ramen, es un milagro que no haya más homicidios por este motivo. Por el ruido y por el ramen. Larga vida a las lentejas españolas.
Sin embargo, no quiero parecer un adorador del silencio escribiendo en una revista de música. Sería estúpido. En ciertos contextos, el sonido es vida. Un bosque sin el canto de los pájaros es un ecosistema enfermo. Una ciudad sin ruido es, por definición, una ciudad muerta. Cuando Nueva York se silenció durante el confinamiento de 2020, la ausencia de tráfico fue descrita como inquietante, casi apocalíptica. Todos lo experimentamos en nuestras diferentes ciudades. Hasta los pájaros enloquecieron y no sabían qué espacio ocupar, si el suyo o el nuestro. El sonido, en su forma natural, nos da señales de que el mundo sigue en marcha.
Y luego está la música, casi la única forma de ruido que aceptamos con gusto, y aun así hay excepciones. Todos hemos sufrido esa boda en la que el DJ confunde nostalgia con tortura y decide que lo más adecuado para el momento cumbre de la fiesta es pinchar una versión remix de Ali Express de Paquito el Chocolatero a un volumen que haría huir a un bombardero en plena guerra mundial. Paradoja: amamos la música, pero nos reservamos el derecho de odiarla cuando nos la imponen.
Por desgracia, no podemos elegir qué ruidos escuchar. No hay botón de apagado para el taladro del vecino, ni para el motor de la moto que acelera a las dos de la mañana, ni para el puto anuncio de Luis Zahera contra Altri en YouTube que se activa de repente a un volumen diseñado para ponerte de inmediato en contra de la causa del actor. Nuestro cerebro se ve forzado a procesarlo todo, absorbiendo cada sonido como una esponja desesperada, robando recursos cognitivos que podríamos estar usando para cualquier otra cosa más interesante.
Las ciudades seguirán siendo ruidosas porque el silencio no es rentable. Nadie hace dinero con el silencio. Y, para ser justos, no siempre nos incomoda el ruido. Curiosamente, mientras algunos sonidos nos alteran hasta la taquicardia, otros tienen el efecto contrario y nos sumergen en un estado de calma casi hipnótico. Es el caso del ruido blanco, ese zumbido constante y homogéneo que encontramos en sonidos como la lluvia, el viento, la aspiradora, o el rumor lejano de una cascada. La clave de su efecto relajante está en su espectro de frecuencias: al contener todas las frecuencias audibles en igual intensidad, el ruido blanco enmascara otros sonidos más impredecibles y molestos, evitando que nuestro cerebro entre en estado de alerta con cada portazo, ladrido o bocinazo del exterior.
Un estudio publicado en The Journal of Theoretical Biology sugiere que este tipo de sonido ayuda a mejorar la concentración y a conciliar el sueño al reducir la variabilidad en los estímulos auditivos que recibe nuestro sistema nervioso. En otras palabras, el ruido blanco es como darle un caramelo a nuestro cerebro: lo mantiene ocupado y tranquilo, sin que tenga que estar constantemente evaluando si el siguiente sonido que escuche será una amenaza o simplemente otro vecino arrastrando muebles a las tres de la mañana.
El hombre que amaba el ruido
Si hay un autor que entregó su vida al ruido, ese fue el pintor y compositor italiano Luigi Russolo, considerado pionero del movimiento futurista y -siendo bastante generosos- de la música electrónica. Estudioso del ruido, llegó a crear una orquesta formada por instrumentos propios, máquinas que hacían diferentes ruidos llamadas Intonarumori. Estos instrumentos llevaban el nombre de su propio sonido. Había un aullador, un atronador, un zumbador, y una máquina de explosiones, muy apropiada para los tiempos del artista, que desarrolló toda esta actividad en plena Primera Guerra Mundial.
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Por increíble que parezca, compuso varias piezas con toda esta cacharrada y actuó en diferentes teatros. Actuó en diferentes plazas italianas, y también en el Coliseum de Londres. A menudo los conciertos terminaban con insultos, abucheos, y asistentes arrojando cosas al escenario, lo que probablemente fascinaba a Russolo, que vería el sonido de los objetos arrojadizos como la contribución del público entusiasmado a la orquesta del ruido. Tras su actuación en Londres, el crítico de The Times no fue demasiado elogioso: «(…) Los músicos —¿o podríamos decir los «ruidistas»?— han cometido la imprudencia de comenzar una segunda pieza… a pesar de oír gritos patéticos de ‘¡Basta!’ sonando excitados por todos los puntos de la sala».
Por último, destaquemos que, para desgracia de los ruidistas, ninguno de los instrumentos originales de Luigi Russolo sobrevivió los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, si bien los historiadores no se atreven a afirmar con rotundidad -no afirman ni desmienten- que el origen de la gran contienda tuviera relación causa-efecto con la célebre actuación del italiano en el Coliseum de Londres.