El último Marcos
Era noche ferrolana de verano. Cerradísima y llena de faroles de colores. No lo sabes hasta que no lo vives. Días de escuchar en directo a La Unión, a Los Secretos, a La Frontera. Calor al sol, frío a la luna. Días de dejarse arrastrar por la magia del pop español en cualquier lugar, en cualquier escenario, con la música con la que recorrimos las esquinas de la juventud. Allí estaba Marcos Mella, allí estaba El Último Gato. Actuaba junto a La Unión, con el parque entregado. Me había cautivado hasta entonces El día que me dijiste adiós, pero fue allí, bajo la luz del concierto, donde subí todo su repertorio al equipaje de mi vida.
Con el cambio de siglo habían grabado Mi ciudad, aunque fue en su directo Desenchufados cuando todas las canciones echaron a volar. El vilo de emoción de No calles, el estribillo estimulante de Laberinto, la amarga belleza de Vagabunda, o el oficio, esa manera genial de hacer canciones, de Sobraron las palabras. Canciones que, sospechaba, nacieron para sobrevivir al tiempo.
Con los años, y con su primer disco en solitario en el bolsillo (La penúltima vida del último gato), se me fueron ahogando algunos recuerdos, porque es así la absurda ley de la vida. Lejos de la ciudad del mar, sin tiempo de cruzarnos, perdí la pista a quien tan buena suerte deseaba. Pero al fin, nunca se sabe, y las canciones buenas, las que un día llegaron a emocionarte, suelen volver a salir a flote, tarde o temprano.
Fue entonces, en este tiempo grisáceo, contagioso, y desesperante que nos ha tocado vivir, como puse a girar otra vez muchos de los discos que escuchaba en los primeros años de siglo, cayendo con estruendo en la cuenta de que han pasado dos gigantes décadas. Y así, entre La Tercera República, entre M-Clan, entre Revólver, entre Diego Vasallo, me surgió en las manos aquel feliz directo de El Último Gato. No había olvidado ninguna de sus canciones, por más que el álbum llevaba enmudecido varios lustros.
Las alegrías revividas hay que regarlas de presente. Si no, se marchitan. Y buscando algo nuevo tuve la fortuna de toparme con el nuevo disco de Marcos Mella, 300 meses, acompañado para la ocasión con un montón de amigos ilustres. Allí están las últimas canciones que llegué a conocer de él, como La canción del bolsillo roto, la belleza de Otoño, la calle y la bohemia de Una de Sabina (“es la hora de las lentas / en las fiestas de mi pueblo”), la tristeza enamorada de Dejará de llover, y otras tantas, dejando hueco también a nuevas y sorprendentes versiones de sus propios clásicos, como Si fueras, El blues de la vecina, y otra de esas magníficas composiciones de las que puede presumir, que tan bien ha resistido el paso del tiempo, Esas palabras.
Hay tanta desesperación como melancolía en Hoy y ayer como en Dejará de llover, y es que quizá la nota de belleza que bendice todo el álbum, junto a una instrumentación magistralmente cuidada, que reviste los nuevos temas de gala para salir a bailar por las calles. El disco es el resultado de dos años de grabaciones y decenas de colaboraciones, y han merecido la pena, no solo por este maravilloso disco que ya viaja conmigo en la guantera de verano, sino por saber que Marcos Mella, el mismo que descubrí en aquellos años de locura musical en que tanto brindamos, sigue en un extraordinario momento creativo, sigue amando lo que hace, lo que toca, sigue peleando, ora con molinos, ora con flores, en el lado más bonito del pop español.