Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image

Popes80 | 18 octubre, 2024

Scroll to top

Aquel tiempo de inocencia

Aquel tiempo de inocencia
popes80

Algo nos une por siempre a los primeros amoríos de un verano. Algo, siempre con una canción. Desnudísima barbilla, pantalón corto, cuerpo ligero y corazón pesado, henchido de sueños por no cumplir. La inmensa playa de una bajamar, un combate de miradas, su piel tostada alrededor del luminoso bikini blanco, el asombro del pelo, oro ensortijado en juventud y salitre, el lento desperezarse a la vida desde la niñez. Todo era de la delicadeza de las rosas, que aún no conocíamos las espinas, que el futuro parecía una fiesta en aquel chiringuito. A veces aún estoy allí cuando suenan Los Secretos, aquel 7 Mares de Los Limones, o la voz límpida de Antonio Vega en la Chica de ayer de Nacha Pop.

Porque hubo un tiempo imberbe, albores en cada alma, de veranos tersos, de flores en la ropa, y temblor espídico en el reloj. Hubo un tiempo de la inocencia, de amar en silencio con intensidad ya nunca conocida después, de verla en todos los rincones del verano, aunque no estuviera, aunque no fuera ella. Hubo un tiempo de amar sin ser amado, de soñar sin ser soñado, de llorar sin ser llorado.

Fue el tiempo de verano en el entierro de la niñez, y la amanecida del hombrecillo que aún no era. Agosto, una hoguera de vanidades. Poemas garabateados en cuadernos de playa. Siempre tú, siempre eras tú. O siempre era alguien como tú. Que la noche era la otra cara del día, y la recibíamos siempre con No supe qué decir, en la voz en directo de un Enrique Urquijo que ya había subido al limbo de los mitos.

Después, claro, la corriente de la vida nos arrastró, como a todos los amores primeros, bien lejos, para evitar que el sueño platónico se volviera una quimera de imposibilidad y fracaso, y nos diluimos tanto que ahora a veces, cuando te encuentro, no sé quién eres, no reconozco más sustancia que el tacto sugestivo y distante de tus ojos, que son los mismos, que no mudan su ropaje, aunque nos lluevan de diez en diez los años, oh cielos, con que tozudez nos escarba el reloj; veinte, treinta, no recuerdo cuántos años y tantas cosas en la vida, tantas vueltas, tantos golpes, tantas emociones y risas, tantas lágrimas también. Todo lo que ha pasado se escribe sobre el rocío del cristal que protege aquellos veranos de ayer, que los defiende de las inclemencias de la vida, de las temperaturas extremas del corazón de adulto.

En una urna. Imágenes y canciones. Las portadas de los discos. Todos guardamos como tesoro aquellos primeros escarceos. El corazón acelerado, el redescubrimiento de la belleza, ella, la arena lisa, los mil azules del mar, el cielo velazqueño, y el color dorado del sol barnizando la bahía, después de un día entero en la playa, pelándonos ya la piel, sonriendo en cada baño con el brillo de las salpicaduras del mar, exhibiendo la juventud como en un mercado de almas aún enteras, de una pieza, como el perfil de tu silueta en la orilla, aún puedo verlo, cruzando de este a oeste la costa, el devenir de las costumbres que heredamos de los nuestros, los pequeños rituales playeros, la directiva familiar del veraneo, el canon del buen disfrute, neverita y balones de fútbol.

En los primeros amores que recordamos siempre hay un verano, siempre hay un lugar, siempre hay una pandilla, siempre una canción, siempre un montón de secretos enterrados en la arena. Poco importa al fin sin fueron amores consumados, o ensoñaciones platónicas, si hubo final feliz o si el olvido cayó como la lluvia triste de una manguera sobre un edificio en llamas. Poco importa porque en el recuerdo, no es el hecho, es la intensidad del corazón el que vuelve a la vida. Quizá la primera consecuencia de la madurez fue que intentamos escapar de aquellos idilios primitivos, huir de esas personas, porque a fin de cuentas llevan escrito en la cara nuestros mayores secretos de juventud, y hemos trabajado duro durante décadas para que sigan siendo secretos, que exponerse abiertamente al mundo es ceder al riesgo de erosionarse.

Hay en el reencuentro una mirada de benevolencia, una complicidad extraviada, un extraño cariño nunca explícito, pero siempre presente. Hay una cierta satisfacción al mirarnos hoy, como aves raras, redescubriendo tú mis canas, levísimas tus arrugas –el tiempo te ha tratado mejor-, y crece el orgullo de saber que hemos recorrido mucho en estos años, que lo hemos hecho lo mejor que supimos, que vivir es un regalo, pero también una prueba de fuego, no de fogueo como la desilusión de aquel lejanísimo amor en ciernes, o de aquel portazo, o de aquella traición de aroma casi escolar, que de todo hay en el primer génesis de nuestros calendarios.

La niña se ha hecho mujer, no sé si el niño ya es hombre. Y, sin embargo, conserva en el ademán la alegría y la risa, aquello que un día te hizo soñar, por más que su cuerpo ahora hable en otro idioma diferente, que donde fue antaño una canción punk hoy es un poema reposado, amor tan tibio, un brote de madurez en medio de tu manera tan espontánea de estallar en una carcajada, como en los últimos compases de Cosas de la edad de Modestia Aparte.

Reencontrarse con los amores de los veranos de niñez es mirarse también en el espejo. El garrotazo del calendario. Los éxitos que hemos atesorado. Y también, claro, como en la canción de Dorian, “los amigos que perdí”. Sería estúpido contarnos la vida, con todo lo que ha pasado. Sería innecesario y agotador. Son demasiados años. Es mejor simplemente mirarnos desde lejos, compartir un ron, abrazar a los tuyos y tú a los míos, y deleitarse en ese instante de irrealidad: el de ver en tu piel y en la mía el bagaje acumulado. No sé si somos más sabios, lo que es seguro es que hemos sido más tontos demasiadas veces.

Después nos han querido, claro, de mil maneras, algunas sencillamente insuperables. También nos han odiado a veces. Y también hemos salido en llamas de alguna ocasión. Lo exageraban los 091 en La vida que mala es. Pero siempre quedará, como tatuado en el alma, aquel purísimo ímpetu por cruzarme contigo, aquel reflejo de belleza y ansia, aquellas ganas de un algo improbable en medio de un verano inesperado.

Al fin pasarán los días y semanas, tras la despedida entre fría e indiferente, y volveremos a la rutina, como en la canción de Los Limones: “La misma ciudad de siempre / el mismo despertador / se empeñan en recordarnos que acabó / el tiempo de la inocencia”. Y será Septiembre y volveremos a cantar la canción de Los Enemigos sin reparar en la verdadera historia, que es demasiado dramática incluso para nuestras ansias de un olvido suave, pacífico, como sospechosos huyendo del lugar de un crimen.