Olvido y espuma
Se ha ido la luz, como cuando éramos niños. Al temblor de una vela enrojecida, garabateo un papel junto a la ventana, recuerdos de una estilográfica que prometía vida, con las luces de la calle riéndose de la luna, derramando destellos breves en el tapiz bruñido del sofá. En la soledad del instante, llena cada rincón de la casa la voz rota de Diego Vasallo: “En este frío azul y el silencio blanco / de mares de niebla y horizontes empañados / nada me gustaría tanto / que ver solo la vida de este lado”. Los primeros versos de su nuevo EP, Malo ni bueno, son un retrovisor en la tiniebla, una inmersión en el callejón de los destrozos, una mirada cansada al espejo más vacío, un festival de bellezas al carboncillo. Todo es la voz aquí. La música, si quiere, trae el son de una sutil esperanza, por puro contraste, en un matrimonio vaporoso con la melancolía de la lírica.
Qué oscuridad en el cielo. Son ya las doce. Entre hoy y mañana. El frío en los cristales sigue siendo una razón para la bohemia, por más que el sol se pasee eufórico a sus horas, y me acoge el candor de un rock oxidado, con la certeza de estar visitando el mismo lugar: “Las noches no nos dicen la verdad. / ¿Qué podemos hacer nosotros? / Si dentro llevamos algo roto / y los deseos no tienen gravedad”. Una de las ventajas de no haberme perdido nunca un disco de Diego Vasallo es que puedo cambiar de almohada cada poco tiempo, en cada una sueño diferente, en cada una recuerdo de otra manera, pero jamás me siento ajeno a sus versos, como dibujos del alma, como dibujos de todas las almas.
Hay un vino especial para las noches tristes, para las noches raras, como hay un disco especial para cada soledad. Lo descorcho sin ceremonia, pero sin prisa, es el ritual de la música, el festival del rock turbio y sutil, que embriaga y cicatriza, que levanta cuando baja. Diego ya no quiere hacer canciones, tan solo dirigirse al corazón sin intermediarios; nada estorba aquí. El EP es un continuo, un río de fotografías de tiempo impreciso. Son largos los temas porque es corto el álbum. Y porque es la misma historia, el mismo viaje, la misma mirada.
Con Quiero lo que no se puede, subo el volumen, la vela hace el amago de extinguirse, y en el deseo de que aún quede una brizna de su llama, tropiezo con “los silencios del puerto”, “la infancia que aún no ha muerto”, y “el largo recorrido de las promesas”. Sin duda estoy ante “la estela de las banderas blancas”, la he reconocido al momento.
Quizá por eso de pronto me asalta el recuerdo de una ría de agua sosegada, partida en dos por el surco de la vieja quilla, madera verde, astillas, candados herrumbrosos y patente rota. Tengo el tacto de niño aún en la palma de las manos, llenas de salitre, las formas desgastadas de la regala, con sus mares de pintura ausente y sus grietas parduzcas al viento, cruzando la cubierta el cabo áspero del ancla, templada la marea junto a las aceñas, en el devenir de otra tarde con el cielo de un gris envenenado. Y, todavía flotando en las visiones del bote de los veranos de ayer, escucho a Diego Vasallo recitar en La escapada, “borramos en el río / las huellas de nuestras pisadas / bajo el cielo frío / de la madrugada”.
El sonido del reloj me despierta para dormirme. Despido el último trago al tinto, vuelvo los ojos a una luna de febrero tímida y difuminada por la niebla, y comprendo que la luz ya no volverá por esta noche. Un hilo de humo, un soplido, la cera queda enmudecida por el frío, y el aroma picante de la nicotina se mezcla con sus nubes de despedida. Y, como tantas otras veces, elevo el risón, me hago a la mar del sueño de una melodía y un poema, y me llevo al silencio de la madrugada la belleza del epitafio de otra de las canciones del nuevo EP de Diego Vasallo, otro disco imprescindible, Nuestro infinito: “Desaparezcamos como un barco en la bruma, / nuestra estela será olvido y espuma. / Abandonemos el puesto”.
Escucha el nuevo EP de Diego Vasallo: