La chica del viento y la luna
Tiene la voz ceñida al sentimiento y el ademán de un jilguero en huida. Hay un vilo genial en su directo, rosas que no te va a traer esta primavera, que las alumbra solo la noche, donde puedes percibir mejor el contraste de la luz. Es el claroscuro, el juego armónico, la batalla entre el son y el cauce de un río, que sus canciones son agua de jazz arañando las riberas del pop folclórico. Cuando las notas fluyen, cuando el diluvio del arte te rebosa la orilla, tienes que saber contener la marea y es ahí, en el horizonte del tempo, donde Leticia danza con las ramas del árbol de la poesía.
La otra noche, así es la vida, estaba pensando en arrojar unos versos rotísimos a la hoguera y fue su música, nada premeditada, la que me situó en la sima de un nuevo anochecer, teñido de musas y de lunas. Después de la presentación coruñesa de su web, donde colgó flores en vivo para festejar un nuevo aniversario de 10d10 Management –qué gran trabajo-, coseché la energía suficiente para no dejar perder el poemario maldito. Le debo algunas líneas torcidas a su flamante inspiración, que contagia, que tiñe el ambiente de cultura y humanidad, de preguntas y respuestas en los caminos que avanzan hacia la belleza.
Sus canciones son compañeras de las horas. Son ventanas a noches de estrellas, mares salpicados de luciérnagas, a sueños, melancolías, y un puñado de buenos deseos. En ellas se junta la poesía y la voz, sus tonos, imposibles e impasibles, los pinchazos metálicos de su guitarra, hablan más incluso que las palabras, después de todo. Trough The Wind, Tal vez, Baleiro, Waning Moon, Sneaky Delicious; Leticia canta con las manos, con los ojos, acaricia cada palabra, moldea las notas cuando susurra o cuando roza el cielo con su voz, y echa estrofas a volar sobre las olas de sutileza de su guitarra, a veces también en la compañía mágica de su banda de lujo, Óscar Quintáns, Iago Mouriño, Jorge Quesada.
De algún modo Lux es el comienzo de una historia que, auguro, será un relámpago que ya no se apagará, porque no hay modo de no sentirte traspasado en su obra, ni hay escapatoria al hechizo de verla actuar en directo. Hay en algo en el swing de su manera de actuar, de componer, de interpretar,que te traslada a un club de Nueva York de luz cálida, al corazón de lo clásico, entre tipos elegantes soltando nubes de humo, y chicas con guantes negros y los ojos claros bebiendo Martini al filo de la madrugada. Quizá porque nos roba la voluntad de elegir, nos conmueve sin pedir permiso, y nos sube en marcha a su tren, sea donde sea que vaya, para recorrer el cielo raso de una noche de verano con la maleta de sus canciones entre las manos.
Qué bonito ser testigo cuando las cosas encajan, cuando aspiras de raíz una canción, que te lleva, te escupe, y te abraza, y ves el humo alzarse, como un cielo de Velázquez, después de la función. Tal vez porque nunca ha dejado de estudiar, de formarse, de aprender, todo está medido y bajo control, todo menos la emoción, que es algo que no puede embutirse en el espacio y el tiempo. Son dos sus directos, dos caras, luz de luna y alba rosado, y son un despertar al sueño de dormir en los brazos de la música, de sentir un aluvión de noches livianas, como espuma en un acordeón del otoño.
Ojalá sean muchas estas noches de bruma y ocre, y que las luces del pueblo, amarilleadas por los siglos, den forma al sueño primigenio de sacar del alma eso, que es arte y ensayo, poesía y trabajo, que Leticia exhibe con estilo en la vitrina de los paladares ilustrados.