Los dos pensando en lo mismo
Tenía prisa el sol por marcharse tras la línea del horizonte. Una luz rosada sobre la arena blanquísima de Gandarío, y el mar en silencio, calmoso y expectante. Todo anoche era un vilo, una esperanza de comunión, un anhelo de belleza. A veces la naturaleza se entiende a solas con el arte, y el lienzo que estaban a punto de colorear sobre el escenario de La Espina Dani Royo, Javier Catalá y Lucas Llumà esperaba la figura de un Antonio Flores engrandecido por el tiempo y la ausencia, un reportorio de emociones, de amores, de vida.
Por vez primera veríamos a quien fue su inseparable guitarrista, Javier Catalá, retomando sobre las tablas aquel cancionero de Antonio, y en la voz de quien mejor sabe, no interpretarlo, sino vivirlo, que Dani Royo flotando entre los versos de Siete vidas, de Coraje de vivir, y de No puedo enamorarme de ti no es otra cosa que el reestreno de canciones que suman magia a la magia, que viven de nuevo, porque vuelve a sentirlas como si acabaran de salir de la pluma y el papel, en los años de la felicidad intercalada.
Se embelleció la playa con el amarillear de las farolas, murió también el viento y la duda, y con la lluvia fina de los primeros acordes hasta la chica de los ojos tristes alzó su mojito al viento, en la danza de los brazos alzados, allá donde fuimos cayendo a los pies del escenario, con esa inusual sensación de indulto, de estar presenciando una noche prodigiosa e irrepetible. Si la comunión sobre el escenario entre los tres músicos se produjo con la naturalidad de una apacible puesta de sol en el mar, esa magia es vicio, no hubo indiferencia alguna entre los asistentes, en el círculo de fuego de un repertorio injustamente olvidado, de un artista absurdamente postergado, dejando en llamas La Espina canción a canción, mientras buscábamos a tientas un mástil por el que resbalar hasta la Isla de Palma, y unos ojos verdes, y esas dos estrellas que queríamos ver caer del cielo.
Con el Madrid de Sabina, el Golosina, y el rock, con el blues de los días de humor canalla, la lección magistral de Javier Catalá a la guitarra, la danza sutilísima de los dedos entre los trastes, y la voz de Dani arañando los cielos coruñeses, firmando en nubes la gran obra, talento a borbotones y emociones por doquier, y un coro numerosísimo, bien entonado por la suerte del momento, qué bonito, cócteles, aromas del mar, y amigos a los que abrazar.
En la intimidad, el latido de un Antonio Flores de algún modo de presente, las luces al cielo y el silencio del mundo para las Siete vidas, para el desgarro de un artista que supo curarse en canciones durante años, subido al bagaje de varias generaciones de talento, cultura y arte.
Como en un fogonazo de placer, dos horas fugadas del reloj, se fue acabando la música pero no la ovación, larga y sincera, para un instante impagable de magia y complicidad, de recuerdos y resurrecciones, Dani y Javier, que Dios y el tiempo quieran hacer repetible y reeditable, que a fin de cuentas lo humano es compartir las cosas bonitas de la vida, y no hemos hecho nada especial nosotros para recibir el premio de vivir un concierto así, nada que no hayan hecho muchos otros que merecen esa oportunidad, la de volver a sentir a Antonio, en la música y en la voz, de un modo tan intenso, tan mágico y tan sincero, como los versos temblorosos de aquel “tranquila, mi vida, he roto con el pasado” que dieron una hachazo a nuestro corazón adolescente al desperezarse la década de los 90.