En el centro del diluvio
Están las luces apagadas y el mar cerca, embravecido. No sé qué nombre le han puesto esta vez a la galerna. Escupe salitre en el ventanal, duda si danzar un tinto ruinoso en la copa, y arreglo el momento con las nuevas canciones de César Geune. Se me rompe la tarde con Vampiros, que abre el álbum con la fuerza de un big band elástica, y entreviéndose en su atmósfera la sosegada evolución de aquel que durante años supo conquistarnos con el pop de Mala Suerte. La penumbra me impide tomar notas precisas, pero intuyo a César dándonos la clave del sello que presenta el álbum; cantando así: “Y aunque pasa el tiempo / deberíamos recordar a los corazones / que rompimos por el camino”. Ahí están, conservados en el formol del recuerdo de los vampiros.
De aquella memoria de la bohemia, y ahora que arrecia el frío -la soledad de todo otoño puede resultar exasperante-, salta el álbum hasta Siempre: “Estaba mejor solo / hasta que te encontré”. Y entre promesas de eternidad, todos son luces verdes, coros, y versos que te levantan: “Eres la esperanza / que me mantiene en pie / y aunque muerda el polvo / cada vez que caiga al suelo / lo importante es que me levantaré”.
Si la primavera parecía forzar mi puerta por Siempre, a esta hora en que empieza a llover con rabia, la realidad se abre de nuevo bajo mis pies de la mano de César Geune en otra de esas canciones nacidas para single: Duro. Y entre la fuerza de su estribillo, asoma una tristeza como liquen: “si me canso de buscarte es para no volverte a ver jamás / ya no vuelvas a llamarte, tus planes salieron mal”. Poco después, tras doblar el cabo de Sáquenla y su construcción pop que tanto evoca a Los Secretos, se alza la Reina de Saba, volviendo a lo salvaje. Con la rudeza de una venganza pero cargada de razones que, tarde o temprano, nos deberíamos aprender como versos en un poema infantil: “los muros que gobierna el amor / se quiebran cuando no los cuidan dos”.
Un single vivo, preciso, infalible, para la radiofórmula de antaño. Eso es Ardiendo. Y en conjunto, se intuye en el disco algo menos plástico que en otras ocasiones, menos descriptivo, más etéreo por más maduro. En las canciones que nos ha regalado esta vez César, de la letra a la música, se admira la bruma sonora que teje junto a brillantes colaboraciones, y entrevemos en las estrofas más miradas hacia el fondo del corazón que dentelladas a un pasado en llamas.
Estamos con César Geune en esta senda porque nunca ha dejado de acompañarnos; a mí, al menos, desde Hace tiempo que no me emborracho, inolvidable consagración al pop del cambio de siglo con las canciones que más tarde habríamos de emplear como botiquín. Y lo escribo así porque en El cantante se nos presenta blandiendo una duda, aunque sabe que siempre, o Siempre, vamos a estar: “te necesito ahí delante / no me dejes solo, estoy trazando un plan”.
En el nuevo plan, a veces baila en aguas de inquietud musical que no había explorado antes. Con reminiscencia ochentera, lo vemos en Buscando un trabajo, donde canta: “Estoy buscando un trabajo / que no me aleje de ti / que aunque empiece por la mañana / que no me separe de ti”. Al cierre de los doce cortes, se repliegan las canciones, aroma acústico y el envolvente violín de Clara Berea, que llora con belleza en el único tema que no firma César, la versión Te perdono de Noel Nicola, que sorprende e hipnotiza.
Me he reservado dos apuntes para esta hora en que la noche, que ha entrado sin pedir permiso, se hace espesa, y la lluvia, ácida; al menos, vaya por la descarga emocional al asomar en el horizonte Se nos parte en dos, medio tempo suave y voz rugosa para arañar los versos del desgarro. “Yo sigo intentando no pasar por allí / donde todo me recuerda a ti”. Desde Mala Suerte lleva César Geune conmoviéndonos con su forma de interpretar las tempestades de los corazones ambulantes, de las promesas que ya no valen nada.
Sin embargo, lo que sí vale, a veces, es todo un disco, una sola canción. Y si hay que elegir, me abrazo a El niño. Se me ha hecho la luz y hasta el vino ha perdido su horrible personalidad y se ha despojado de su traje de chinchetas. Entre sombras sepia, silencio y piano, se cuela cada estrofa como si fuera de la familia. Llega la redención de los pasos equivocados, la pérdida de un instante de felicidad que creímos poseer entre las manos, el reflejo de un niño al que crecer le ha herido de muerte: “cumplí mi promesa de nunca llamarte / pasando de largo, mirando a otra parte / haciendo de tripas la sangre de mi corazón / Me estoy acostumbrando mal / saliendo cada noche / para no encontrarme al niño que hay en mí”. Y es que en los detalles se ocultan las mejores letras de canciones. Nada hay más melancólico que una ilusión que pierde su sentido y se abandona sin estrenar, envuelta aún en papel celofán. Por eso temblarás a oscuras al escuchar a César sellar la doliente fotografía, familiar por cinematográfica, “de los regalos que dejamos sin abrir”.
Y descuida. No será uno de esos regalos esta colección de canciones, que vienen a quedarse, a viajar al invierno, a ser compañía en las noches huérfanas de sensibilidad, arrebatadas por la tormenta de un recuerdo; que estará entonces como estuvo siempre César Geune, alzándose con su guitarra para poner un poco de belleza en el centro de cualquier diluvio.