Lo que se rompió en junio del 87
Lo más difícil no es tener una vida apasionante. Eso lo puede hacer cualquier imbécil. Lo más difícil es saber contarla. En Chanel, cocaína y Dom Perignon, Loquillo te agarra por las solapas y te lanza al caos de mediados de los 80. No para confundirte, sino para describir un panorama de fervor musical, de idolatría banal, donde todo queda bastante claro a sus ojos, que por fuerza de la narración son también los tuyos. Es la misma fuerza que te impide separarte de sus páginas, en ritmo vertiginoso entre canciones, recuerdos e irreverencias hacia los mantras culturales del momento, incluyendo esa pasión por el etiquetaje industrial en tribus urbanas buenas y malas. Tiene gracia. ¡Como si aquello no estuviera repleto de hijos de puta!
Y la gran paradoja: lo fascinante del relato es ese cierto cinismo, como desapasionamiento. Lo que hace divertida la vida de Loquillo es su libertad de movimientos, su ser imprevisible. ¿Dónde está el Loco? Nadie lo sabía en 1985 y nadie lo sabe hoy. El Loco está en el Loco. Vive allí. Y viene a vernos. Se sube al escenario. Arroja un disco, un libro. Pero siempre regresa allí. Hay en su cueva todo lo necesario para sobrevivir a un apocalipsis estético. Por otra parte, si fue capaz de sobrevivir al holocausto modal de los 80 –primera víctima: el buen gusto- sin dejar de estar en la vanguardia, es imposible que algo pueda aguar su papel cuché en este tiempo de palabrería insustancial, relativismo, y pretensiones intelectuales limitadas.
Tal desapasionamiento, quizá por la distancia y poso de los años, encuentra su mejor aliado en el sentido del humor. Estamos ante un libro divertido, por encima de todo. Un libro genial, si se contempla que el Loco tiene la inteligencia de reírse también de sí mismo, vertiendo al lector una imagen seductora: la de un bandido que golpea y más tarde pide permiso, y hoy, lejos de admitir tal vez un exceso de audacia en aquellas hazañas, se parte de risa al recordarlo, como preguntándose cómo podían entre él y Sabino Méndez portar por la España intensa de los 80 el desparpajo de los reyes del mundo, sin ser del todo conscientes de que estaban incendiando el país a su paso. O tal vez lo eran y por eso lo hacían.
Le he oído al Loco que con este libro concluye la tarea iniciada con El chico de la bomba, mientras se prepara para “envejecer con elegancia”. Tiene gracia que lo diga el artista español que mejor ha sabido afrontar el paso de la juventud a la madurez, con el añadido de cargar la impronta de Loquillo como epítome de juventud, para hacer más difícil aún la aventura. Supo pasar de ser la estrella del rock que abría caminos al andar a la estrella del rock que cierra bares con solera al pasar. Supo conservar con elegancia el bagaje ecléctico de un repertorio tan inquieto y magistral como el personaje, y enfocar su ansiedad artística hacia lo desconocido, con grandes golpes de timón, pero sin perder nunca ni un poco de solidez o, dicho en español, sin hacer demasiado el gilipollas. Por eso su público es tan fiel. Porque nada agradece más un fan que no tener que taparse la cara de vergüenza al ver subir a su viejo ídolo al escenario. Con el Loco, creo que lo he escrito alguna vez, lo mejor siempre está por llegar.
Quienes hayan descubierto a Loquillo en esta última década larga tienen aún más motivos para hacerse con este libro, porque explica muchas de las cosas que han ocurrido en el rock español desde los 70 hasta hoy, pero también porque muestra, sin detenerse en ello, las razones de fondo de las canciones y los discos de un Loquillo, aquel, sin el que sería posible el actual. Por supuesto, asoma también el veneno lisérgico –con toda su cutrez fabuladora-, la canalla floreciente en la industria musical –tan vanidosa como ordinaria-, y un elenco de personajes nocturnos que resultan, al tiempo, entrañables y abofeteables. Todo muy bien escrito y eso también lo hace excepcional.
El paisaje que pinta el Loco se mueve entre la Barcelona que fue –hermosa casualidad: que Federico Jiménez Losantos reedite ahora su magistral obra sobre aquella Barcelona- y la que nunca debió dejar de ser. Es una danza en la que la segunda pierde por incomparecencia y en donde queda claro que, en lo esencial, el interés supremo para el lector recae en descubrir en detalle cómo fue el decorado que vio nacer y triunfar a la banda más importante del rock español. El frenazo propiciado por la basura etarra en junio del 87 es algo más que un apagón, es un recordatorio: hay que valorar lo que tenemos en España, y hay que hacerlo antes de que venga algún idiota a estropearlo todo.