Ahora que se entristece la mar
Ha caído un bolazo de nieve sobre el logotipo de POPES80 y en la calle se han encendido miles de luces en plena madrugada. He visto a la gente pararse en grupo frente a los escaparates y el calendario me ha dado los buenos días con la postal de un Belén iluminado por el más pobre de sus establos. El cielo se ha puesto de color Navidad y la actividad de la bandeja de entrada de mi correo electrónico se ha rebajado considerablemente. Han llegado esos días en los que algo se nos ilumina dentro, como quien tira de la cuerdecita que enciende la luz de una mesilla de noche.
Son días de regalos, de consumo, de tristezas, pero también son días de alegrías, de sentimientos y de revivir una honda tradición cristiana. Es la Navidad un pequeño milagro que, al modo de esas películas americanas que tanto nos conmueven, se produce cada año dentro y fuera de nosotros mismos. Nuestro interior se ablanda y nuestro mundo exterior se ilumina de colores bruñidos, oxidados como el tiempo que dejamos atrás. Por todas partes creemos ver pasajeros que llegan tarde al tren, tal vez para regresar a su hogar o tal vez para escapar, rostros, miradas y corazones embebidos en lo dorado, lo tenue, lo cálido y lo familiar que flota en el ambiente.
No comparto esa teoría de que la Navidad sea un vulgar juego de niños. Ni de niños, ni para niños, ni por los niños. No sólo es eso, a pesar de que sea un Niño lo central, y muchos niños con sus sonrisas e ilusiones, la mejor representación de la Navidad. No simpatizo nada con los escépticos que acostumbran a despreciar el calor y color navideño, acusándonos de sucios y frívolos consumistas a quienes acostumbramos a disfrutar estas fechas. La Navidad no es más o menos real por el número de euros quemados en poco menos de quince días. La Navidad se lleva dentro primero, y después se refleja fuera. Pero lo importante de estos días no puede adivinarse por el aspecto externo y material de la vida. Al margen de enfermizos excesos, nada tiene de malo colmar de regalos a los seres queridos, si de esa manera se refleja lo que uno lleva dentro.
Son, además, unas fiestas muy musicales. En Navidad muchas familias recuperan una de las tradiciones más sorprendentes y entrañables de nuestra cultura: los villancicos. Al margen de la extremada cursilería de algunos de ellos, destinados claramente a un público infantil, dentro de la música cristiana que adorna estas fechas hay auténticas joyas cuyo origen real o autoría, para nuestra desgracia, es desconocido en muchos casos. Aunque los más veteranos lectores de esta Costa me habrán leído, en más de una Navidad, que una de mis canciones preferidas -y no sólo en estas fechas- es la «Canción de la Navidad» de José Luis Perales.
«Navidad,es Navidad
toda la tierra se alegra
y se entristece la mar
marinero, ¿dónde vas?
deja tus redes y reza
mira la estrella pasar
marinero, marinero
porque llegó Navidad.»
Es quizá el villancico, o la canción inspirada en la Navidad, más hermosa, más triste y, al tiempo, más esperanzadora de todas cuantas conozco. Pero no es la única, ni mucho menos.
La música a veces cumple la función de situarnos en sintonía con el entorno que nos toca en cada momento. Queramos o no. Así como en verano los ritmos más ligeros nos despiertan del sueño invernal y sitúan nuestras mentes en predisposición de aceptar una jornada de playa, cada Navidad también la música hace su papel, al trasladarnos internamente a unos días en los que, por una vez, los buenos deseos y los abrazos no son una simple sucesión de formalismos. Son realmente buenos deseos y sinceros abrazos.
La música tradicional de estos días gira en torno al acontecimiento del nacimiento de Jesús, y nos insinúa en sus letras, para los cristianos y en general para todo aquel que quiera escuchar, las razones por las que estamos aquí y por las que todo lo que somos, lo que pensamos, y lo que hacemos tiene algún sentido. En definitiva, las canciones típicas de estos días, nos recuerdan todo aquello que nos hace ser un poco más hombres y un poco menos bichos
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